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Primer concurso nacional de relatos cortos sobre gastronomía y erotismo
Ágape / José Antonio Escrig Aparicio / Primer Premio



Ágape / José Antonio Escrig Aparicio / Primer Premio


Desde su llegada, en mi adolescencia, no conozco mayor placer que el de hablar con Hermes. El mono, que ha ganado mi corazón a fuerza de inteligencia, y es pardo como las avellanas, y de techumbre pajiza, y cano en el cogote, que se expande y se contrae, como animal plástico, escucha como persona y rellena mis tardes. No conozco mayor deleite, digo, ni mejor conversador.

Hablaba con Hermes, también aquella tarde, que era de perros, plagada de asnos en las terrazas, a diecisiete en el calendario y con amenaza de lluvia. Hablábamos en torno a la mesa yo y mi mono (como aquél), sincerándonos, y era el mantel un lienzo impoluto, sostén de vino y copas, y los papeles del menú.

Miraba a Hermes, con resaca en la garganta, y el simio, advertido del momento, apuraba las últimas gotas, apoyando el cuenco en su pecho, volteando el tronco y riendo (Hermes puede reír, es un animal risueño), untando, con gracia, mis anotaciones en el líquido, contaminado de tinta, e ingiriendo el papel, como si fuesen tostadas o láminas de fe. Vamos, le dije, y cogiéndolo del pellejo lo llevé al alféizar. Allí tiene su yacija, y desde allí contempla la ciudad. Cerré el antepecho que lo sujeta, fijé la cadenita en la argolla y le di unos cuantos higos secos para que su apetito no enturbiase el desarrollo del festín. Era la gran noche y, aunque no quería privar al animal del espectáculo, tampoco hubiese sido de recibo un numerito de celos. Por eso llené su estómago. Descorrí la cortinilla (entró una luz fría y moribunda) y le di a Hermes su cañita de bambú, con la que juguetea dirigiendo orquestas invisibles y golpeando los cristales. Eché un vistazo a la sala. Estaba libre de objetos molestos, como ordené a mis criados, salvo en la pared del fondo, donde se amontonaban los rollos de láminas, pupilas de mis ojos, y donde, vuelto hacia el muro, un Saúl adherido al panel se suicidaba en presencia de un ejército con apariencia de oruga. Con una simple modulación de mi voz entró Teo, que recogió las copas del aperitivo y dispuso los cubiertos y demás. Le llevó mucho tiempo, pero no había prisa. Hice venir a Ugo, el cocinero. Confirmada la buena marcha de los alimentos, mandé -como el rey- llamar a los invitados y traerlos a la casa. Le hice una carantoña a Hermes, que mordisqueaba un higo dejando resbalar la saliva por sus labios, y me senté en la cabeza de la mesa. En pocos minutos Teo dio paso a dos muchachas, apenas separadas en el tiempo. Él mismo fue el encargado de acomodarlas, siguiendo mis órdenes y reservando, por supuesto, el cubierto de mi izquierda. La mesa era pequeña y estaba dispuesta para un total de cinco comensales. La primera en llegar fue situada en el lado derecho, concretamente en el extremo más alejado de mí, en el ángulo orientado hacia la puerta. La segunda se colocó al frente, en los pies del mueble. Apenas intercambiamos palabras por respeto a los ausentes. Teo, con gesto de vergüenza servil, entró en la cámara y susurró a mi oído que una de las invitaciones no había sido confirmada. No me enojó demasiado, porque en esos momentos yo estaba nervioso y esperaba con ansia la llegada de mi comensal, la única elegida para la ocasión. Le ordené que retirase el cubierto y dejó vacío mi lado derecho. No por ello se aproximó la primera muchacha.

Mi invitada llegó a los pocos minutos. Me levanté a recibirla, y Hermes, por unos instantes, sorbió sus jugos y estrechó su mirada. Ella sí era una hembra rotunda, una actriz de género porno llamada Dalila que yo admiraba desde años atrás, aquellos años remotos en que mis amigos me empujaron a conocer el fuego. Por supuesto, lucía mucho más hermosa que a través de la pantalla. Ella era, como diría Niceros, un bellísimo conjunto de curvas danzantes, de cabellos negros como el cuervo y labios sajados en bisel. Durante la tarde, y en los días previos, había confundido mi mente tratando de imaginar el atuendo con que acudiría a mi cena una mujer como ella, una estrella de su profesión. Dalila, que olía a perfume de manzana y desplazaba el aire con pasos rotundos, vestía un pantalón recto de color metálico y un corpiño ajustado, muy ajustado, y del color de la cereza madura, que hacía de sus pechos una gelatina turgente y deseable. Calzaba sandalias, desnudaba sus hombros y apenas sí exhibía joyas. La acomodé en su silla y, sin mayores gestos, me senté, junto a ella, yo también.

El ejercicio de presentación fue frío, ajustado a la norma. Sin mayores excusas, ni aclaración alguna por lo insólito del acto, me limité a darles las gracias por su presencia, esclarecer mi nombre y desearles una agradable velada. La muchacha de mi derecha, la más puntual, dijo llamarse Marta. Por lo demás, se mostró discreta; práctica y elegante. La joven del extremo, de ojos claros y manos largas y muy blancas, se presentó como Barry, y sin aguantar la risa se llevó los dedos a la boca. Acepté el pseudónimo y corté como pude sus explicaciones. A Dalila la presenté yo mismo, y lo hice como actriz, a secas, sin especificar. Sé que desde el primer momento mis otras dos comensales recelaron de ella; en ningún momento se sintieron cómodas con la presencia de Dalila.

Como nadie preguntó por Hermes, y yo, pese a los nervios y juventud, debía oficiar de anfitrión, y anfitrión curtido, llamé a Teo, que llegó con el vino. Rellenó nuestras copas y se marchó tan pronto como pudo. Yo, que nunca me he sentido cómodo en el arte oratorio, ni en el juego de brindis, que sabía, además, lo difícil que es apuntar al futuro en una reunión de personas con las que difícilmente volverás a compartir mesa, de las que nada conoces salvo su presencia, me levanté, y al reflejo dorado del caldo dije:

Por este banquete, en esta noche, y los banquetes y noches que hasta éste nos trajeron

Hicimos crujir los cristales, y Hermes, que veía llegar la noche desde la ventana, y con ella la lluvia, sorda pero creciente, nos imitaba, y golpeaba los suyos, con la varita, con alegría, entre pequeñas volteretas y gritos agudos de felicidad.

Aprovecharon los invitados y preguntaron por el mono, tema que nos proporcionó algunas frases de tranquilidad y cierto respiro.

Cuando volvió el hielo, virgen, tornamos los ojos a la mesa. Dispuestas longitudinalmente, tres copas áticas ofrecían, generosas, montículos de fruta escarchada; dulce entrega. Tomé una y la mordí. Marta rehusó, alegando su repulsa al dulce. Barry, que jugueteaba con las piezas de distintos colores, las llevaba a la boca haciéndolas brillar a la luz del candelabro, y era su método caprichoso pero festivo, complaciente. Dalila, por su parte, mostraba predilección por las carnes vinosas, y mordía guindas y ciruelas negras, sin depreciar manzanas y nísperos, peras, melocotones y naranjas ácidas, y era un placer ver cómo desgarraba su pulpa, fundiendo la escarcha, una delicia ver derretirse los frutos, cobrar vida en ella, sangre en sus dientes, acariciados por la funda delgada de los labios. Todo esto hacíamos, entre sorbos de vino, cuando rompía la lluvia y el mono, dios del gozne, arrastraba los restos de sus higos por los cristales, tratando de seguir las gotas primeras de la noche.

En el transcurso de la retirada de copas y venida de los platos, peregrinación lenta que mi ministro y copero Teo desempeñaba al borde de sus fuerzas y en fiera pugna con sus limitaciones, yo aproveché para contemplar a Dalila, para disfrutar su belleza cíngara, su escote generoso, perlado de sudor y emergente del corpiño, acompasado, con vida propia y tacto graso, untuosos. Imaginé su perfume ácido y revisé sus hombros, bajo la cabellera del cuervo. Durante el tiempo de la retirada, en el discurrir de platos, descubrí a Dalila, como en la pantalla, y descubrí la mesa, rebosante de viandas, y la erudición de Barry, pedante y varonil, como sonsonete de fondo.

El espectáculo gastronómico alcanzaba aquí su primera cima. Sobre la mesa, y en desorden grotesco, decenas de bandejas, las unas sobre las otras, trastabilladas, tapaban el mantel y dibujaban en rectángulo un depósito de tintas, y en el aire un cargamento, un universo de fragancias, confundidas y suculentas todas. Allí vi platos donde reinaba, como tirano conquistando los márgenes de la loza, el jamón en espuma, el budín de arroz, la gelatina de verduras, un pavo bañado en salsa de nueces, el faisán real, los caracoles borgoñeses, el suflé de salmón, la sopa angélica, nabos acaramelados, solomillo con tostones, langostitas al coñac, ostras imperiales, medallones de merluza, hojaldrillos de jamón, perdices a la nata, zarzuela de pescado, pastelillos de merluza, tartaletas de esturión… Allí vi, en armonía cósmica y cosmética, y con ecos de liturgia, deslizarse el vino de Madera entre las piezas de carne, asediadas de hortalizas, como lo hace el pichón, ensartado, a la crema, en bella vista, con santa, sí, con santa y pulcra devoción. Alli vi Dios sabe cuántos prodigios, y di las gracias a Ugo, y trinché el pavo, y gasté tenedor.


Todo era confusión, sin orden ni medida. Y no había ni primeros ni segundos, y todos eran iguales, y gozaban de la gracia. Invité a los comensales al asalto, y eran de ver los procesos, tan variados, con que mis visitantes atacaban las viandas. Marta, timorata, pinchaba la carne con escalpelo, esparciendo los fragmentos y fingiendo comer con agrado. Barry, en cambio, con sus dedos largos y blancos empuñaba los cubiertos y cortaba, y conducía, y mascaba el alimento con un orden casi científico, metódico, a caballo entre la técnica y el gesto popular. Pero era Dalila el espectáculo que agasajaba a mis ojos, y eran de ver sus ademanes, francos, al recoger con los dedos el Blinis Demidoff, los crêpes de caviar que su boca hacía crema caseosa, ambrosía en la boca de la zorra, desparramada por las comisuras de los labios y recogida sin tapujos por la lengua, un músculo rígido y amoratado por efecto de las huevas de esturión. Yo adoraba a Dalila.

La conversación era lo de menos, pues no entraba en el juego. Hablamos, no obstante, y hablamos, como Panurgo, de los bienes e inconvenientes del matrimonio. Marta resultó ser una puritana y Barry, entre risotadas viriles, dijo aquello, entrecerrando los ojos, del mear caliente y el beber helado. Yo callaba, y Dalila, para sí, repetía: vaya par de gilipollas; fue breve el simposio. Finalmente, Marta, como era previsible desde su llegada y ademanes, admitió su fracaso y pidió que la retirásemosde la mesa. No servía para esto. Con cuidado, colocamos su silla junto a las láminas, y desde allí nos miraba, atareados en el festín, con ojos melancólicos.

Hermes, desde su ojo de buey, y acostumbrado a la tormenta, daba la espalda a la ventana y arrojaba los prepucios de los higos a Marta, y chillaba, y ésta sonreía, y sólo a escondidas torcía el gesto. Fue una pena, porque la chica era bonita, y sabía callar, y comportarse.

Entretanto, y entre ruidos de relámpagos, Dalila perdió el pulso y cayó al suelo la tinaja del aceite. Le dije que tomara el vino, y con tinto regó la ensalada y la comió, y empezaba a ser todo alegría y alboroto.
Consumido el holocausto, Teo recogió los platos. Era tal el desastre y la confusión de restos, que el joven abisinio manchó de salsa el sudario con que envolvía el muñón de su brazo izquierdo. No le reñí, pero tampoco nadie sintió lástima, porque empezábamos a estar borrachos, y aunque hacía mal efecto, yo quería mucho a mi copero, y me caía simpático, aunque era muy delgado y parecía un ciprés.

Circulaba el oporto, y aunque llovía fuera y la atmósfera parecía cripada, Ugo preparaba el nuevo servicio.

Fue la bacanal del cerdo en la mesa. La enumeración, imposible: cerdo relleno y frito, embutido, broquetas de cerdo, carré de cerdo -braseado-, orejas de cerdo, manos de cerdo, pulpetón -de cerdo-, tostón, chuletas de puerco a la normada, chuletas de puerco con queso, picante, con perejil, jamón con salsa de alcaparras, lomo con leche, lomo a la naranja, lomo con pimientos, lomo a la paisana, con puerros, a la piña, jamón York. Cerdo, cerdo, cerdo, y eran de ver las salchichas -de puerco- con castañas, y la butifarra -del puerco- al vino, al oporto, al jerez; y todo, absolutamente todo, era puerco, como decenas eran los guarines, como docenas las urbres de marrana -al gusto de Apicio-, los cochinos, coronados todos de longaniza, como reyes, como el Monarca, un cerdo blanco que relleno de morcillas y lechones de mazapán presidía, desde el centro, y con cetro de torreznos, el gozoso funeral.

Comíamos, sin tregua, y Teo trajo un pernil, el que me tenía reservado. Aprovechó Barry -que cultivaba mi envidia con su ciencia, pericia de gourmet y buscavidas, tragando, mascando, desgarrando, engullendo con asepsia, recordando, no sin gracia, el mito de La Elefanta, gran Tragaldabas del Perú- aprovechó, digo Barry, y cubriéndose la risa con los dedos, arrojó sobre el ara un muñequito de plástico. Por su risa estaba claro que la broma había sido perfectamente planificada y que apuntaba sin remedio al pavoneo cultural. Era el muñequito, que en principio pareció un guerrero galáctico, y que aterrizó en postura poco decorosa sobre el culo de un lechón, un esqueleto articulado bastante viejo y teñido con betún. Barry dijo no sé cuantas idioteces latinas, sacadas de los libros, y dijo que la vida es corta, pero nosotros no le hacíamos caso y seguíamos a lo nuestro, descuarizando carnes y empujándolas con vino. Tampoco hablamos del amor, porque nos parecía un caldo insulso y arbitrario.

Miraba los platos y examinaba los gestos, y no podía menos que sorprenderme, agitarme ane mi voracidad, desaliñada y compulsiva. Sentía hinchado mi vientre, terriblemente abultado, y no alcanzaba a comprender la celeridad de mis bocados -impropia de otros días- y achacada finalmente a la inercia del vino, a los nervios, al odio hacia Barry y a la lujuria de Dalila. Eran muchas las copas y yo me sentía borracho, avioletado, y con cara de tortuga, y pensaba que me había sorprendido lo duro de la competencia, la calidad de los rivales. Bebíamos todos -menos Marta, y Hermes, que medía la dimensión descomunal del aguacero- bebíamos todos, en el arca, bajo el diluvio, y soltábamos carcajadas grotescas y gritos de piratas, y éramos felices, aunque a veces parecíamos tristes, y tal vez lo éramos.

Luego entró Teo a recoger los platos, que ya estorbaban, y como no podía con todo, porque era manco, y abisinio, y parecía un ciprés, escuchimizado, tísico, y gastaba servilleta de lino en el muñón, como no podía, digo, le ayudó Ugo, el cocinero, mi cocinero gordo como un puerco, de grandes brazos y cabeza de melón.

Apartaban como podían el basurero de huesos y tripas, y, confundido entre el muladar de restos -mientras Teo se vencía a la derecha por el peso descomunal de dos pucheros- Ugo perdió el equilibrio y cayó y rodó por el suelo el cráneo del Monarca, mondo y amarillo. Esbozó un gesto de pánico y yo solté una carcajada y le di a Teo mi fourchette. Sonrió el negrito con su dentadura careada, como las liebres, y persiguió al gordo, que escapaba como podía de los picotazos, alrededor de la mesa, entre las risas, y con la nuca como un ababol. Acabó la broma y cocinero y copero, uno sudoroso y jadeante, el otro como un ciprés, salieron de la cámara.

Llovía, y aunque mi vientre era un barril, lo multiplicaban por ciento los litros de allá fuera, perdidos, mientras Hermes reía las gracias de mis ministros y Marta se frotaba los ojos y encogía las piernas.

Desbordado por la voracidad del envite, o molesto por la broma, Ugo preparó dos grandes calderos de legumbres, y fueron ellos los siguientes platos. Allí flotaban, como corchos oscuros, los diferentes alimentos, y era densa la masa, y eran los platos de dimensiones cósmicas, y eran cósmicas las lentejas, y los garbanzos, y la alubia, como cósmicas las habas o las judías marrones, que hacían del caldo un ungüento requemado y parduzco.

Sin embargo todos comíamos, y todo cabía en la boca de Dalila, agujero de infierno, y con todo podía Barry, un Barry crecido y fanfarrón, seguro de su victoria.

Crecía mi debilidad, y yo me sentía víctima de las prisas, y de la congestión, y comía a dos carrillos, con los labios inflados, como belfos de un puerco, hudiendo el rostro en el plato, y se hinchaba mi vientre como un tonel, y sujetaba a duras penas mis erecciones, el tamaño descomunal y doloroso de mi verga. Entraba el alimento, con el fango, y sorteaban los dientes piezas oscuras, objetos extraños que no discriminaba el estómago, y todo era vino, mucho vino, en auxilio del gaznate.

No quise desconfiar de Ugo, pero comía basura, y creí mascar los restos de un naufragio, las miserias de un barco hundido en alta mar.

Aquella noche los dioses quisieron premiar mis esfuerzos, mi pasión de hombre, y sancionar la estulticia de Barry; por ello encontró el cretino su veneno, y rescató del caldo, sin ser consciente, y pera de su imbecilidd, la fruta de la alergia. Mordió Barry, embriagado de egoísmo, las ciruelas de Ugo, que eran Gordas y jugosas, y dulcificaban el caldo, y pronto supo que había perdido, que era débil la carne y que al espíritu le puede siempre la salud. Pronto tomó el sarpullido su cuello, y las lágrimas sus ojos, y bultos monstruosos su pecho y espalda, tuvieron que venir Ugo y Teo,que lo tomaron de las axilas y los tobillos y lo sacaron afuera, donde la noche era de perros, y de Saturno, que ya se sabe, muchos son los llamados, pero pocos los elegidos.

Quedamos en la cámara Dalila y yo, con una sonrisa, y vino, mucho vino, tinto y blanco, y Marta y Hermes, y aunque yo me sentía pesado y muy viejo, como el hilo de Lamed, y aunque llovía, y llovía mucho, yo reía, y reía a carcajadas, aunque a veces parecía triste, y todos parecíamos tristes en el arca.

Seguía la noche y Ugo había sido desbordado en la cocina. Hermes gritaba más de la cuenta, y agitaba su báculo, pero Marta trataba de ignorarlo, como ignoraba la lluvia.

Mi pobre Teo nos trajo los platos, últimos víveres de la despensa. En tarteras de corcho blanco se apelmazaba el arroz a la cubana, con su tomate frito y sus huevos, y grandes bananas doradas, y también salchichas, salchichas descomunales, de diferentes formas y gustos. Dalila ignoraba los granos y llevaba a su boca bananas y salchichas, a grandes bocados, y untaba el pan en los huevos, y lo hacía todo con hambre, y con prisa, como si se le acabara el tiempo.

Como yo la seguía, pronto limpiamos los platos, y no quedó nada. En un momento dado se apagó la luz, a la caída de un rayo, pero poco nos importó. Hermes moderó sus gritos, y Marta, a mis espaldas, quedó en penumbra. Los candelabros hicieron el resto, y prosiguió el festín.

No sé si fue la borrachera, o la decisión de seguir hasta el final con mis planes, acaso la euforia tras la marcha de Barry, no sé. El caso es que avisé a Teo y el negrito trajo el postre. Se tiñeron mis carrillos -que estaban hinchados, y cubiertos de arroz y tomate- y sudó mi cuerpo. Era el postre un plato priápico, a la antigua usanza y en prodigio ornamental. Sobre una plataforma de plata se levantaba el gran Priapo, un Priapo compacto y blanquecino en cuyo regazo, amplio y profuso en detalles, crecía la fruta, y crecía en forma de uva, y de avellana, y dátil y guinda, y crecía también el chocolate, en copos, con pasas, en bombón. Yo miraba a Dalila con el corazón en un puño, sintiendo alegría y miedo, temor y vergüenza. Pero ella me ignoraba, y actuaba con naturalidad, sin darle importancia al hecho, y tomaba las uvas con indiferencia, y las mascaba, escupiendo las pepitas.

Comía, y comía dátiles y avellanas, y el pobre Hermes, entre destellos, se volvía loco, y daba volteretas, y se le quedaban los ojos en blanco. Marta no miraba. Se llevó el mono la mano ahí, y ahí no encontró nada.

Comía Dalila, y no veían sus ojos mis ojos, hasta que lo hicieron, y fue todo casual, o a lo mejor no tanto, y un gesto de cortesía la condujo a hacerlo, como buen huésped y sin esfuerzo, en señal de gracias, y fingía agrado, y mordía una guinda, y la depositaba húmeda sobre la punta del vergajo, a mitad comer y sobre el miembro, deslizando su dedo por el tronco, y activando sin querer, o a sabiendas, la palanca escondida. Brotó entonces miel de la cumbre, como quiso el mecanismo, y se precipitaba ésta resbalando, y cubriéndolo todo, como una fuente, y Dalila reía, sorprendida por la broma, y se cubrían sus palmas de néctar, que me dejó lamer de sus manos, como el perro, o los matrimonios checos recién casados, pero sin cura.

Comimos los frutos barnizados y cuando no quedó nada Dalila se abalanzó sobre el tronco, engulléndolo a dentelladas, y dejándome sólo el regazo, las gónadas, las migajas.

Estábamos hambrientos y no quedaba nada en la cocina. Teo trajo una canasta, la última, de pan duro. Convoqué a mis siervos, que estaban desmayados, y les dejé sentarse, como a Marta. Mojé los panes en el vino y, dándoles gracias, los partí y se los di a todos diciendo: Comed, comed.

Era el fin de la noche y quedaba un agujero en mi estómago. También en el de Dalila, que me miró a Hermes, amigo amado, y condujo mi vista, y lo miramos juntos, dos a uno, pupila a pupila y sin párpados en el corazón.

El pobre mono supo, desde el primer momento, la pasión que le aguardaba, y lo supo por esa mirada frenética, que era gula, y era anhelo, y deseo insatisfecho, por encima de la amistad. Buscaban Ugo y Teo cucarachas en la cocina, algo con lo que salvarlo, pero era gula, y era hambre extrema, y eso el mono lo sabía.

Por eso vio, supo ver, antes de cumplirse, con el diluvio de fondo y Marta de testigo, por eso vio, supo ver, anticipándose al sacrificio, previendo el holocausto, su propia pasión, como una liturgia, el instante en que había de sujetado de pies y manos, y acariciado en su barriga, a contrapelo, en que había de ser un alfiler -un agujón puntiagudo y matarife- el que buscase su músculo, convulso, y lo dejase frío, dispuesto para ser despellejado, y escaldado, y frito entre lágrimas, consumido, Dalila por las patas, y yo, con lágrimas en los ojos y renunciando a morder, por el cráneo.

Todo esto pasó aquella noche, y todo esto recuerdo hoy -desde mi despacho burgués- cuando Dalila ha muerto, como otros, mordida por la enfermedad. Observo mi cuadro -mi cuadro único, y única concesión conyugal- y recuerdo el pasado.

Mi cuadro es en realidad una lámina, una lámina vieja de un óleo flamenco. En ella se ven dos cercopitecos, dos monas melancólicas que atisban, encadenadas, el puerto de Amberes.

Todo esto -digo- recuerdo hoy, cuando observo mi cuadro, y Dalila ha muerto, y mi esposa tiende la ropa, y yo me digo a mí mismo y casi convencido -repitiendo sus palabras- lo bien que he elegido y lo feliz que soy.

Rezad por Hermes, y por mí y mis carceleros, comensales del mundo, y comed, comed mucho, por Dios



Quiero agradecer al Departamento de Actividades Culturales de la Universidad de Zaragoza y muy especialmente a Francisco Ruiz la ayuda, el buen trato y todas las facilidades dadas para que estos relatos estén presentes en las páginas de la Guía.
También quiero felicitar a mi buen amigo Alberto Mur del Restaurante La Mandrágora (C/ La Paz 21 Tef. 976 210434 Zaragoza), por haber tenido la buena idea de cocinar este concurso sobre gastronomía y erotismo.

Asi mismo animar a los organizadores y colaboradores para que como decimos aquí, "no se quede en agua de borrajas" y podamos ver futuras ediciones de tan interesante y exitosa iniciativa.

Organizan Colaboran
Actividades Culturales Universidad de Zaragoza Universidad de Zaragoza Restaurante La Mandrágora   D.O. Cariñena Revista Cultural La Mosca

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