Todo era confusión, sin orden ni medida. Y no había ni primeros
ni segundos, y todos eran iguales, y gozaban de la gracia. Invité
a los comensales al asalto, y eran de ver los procesos, tan variados,
con que mis visitantes atacaban las viandas. Marta, timorata, pinchaba
la carne con escalpelo, esparciendo los fragmentos y fingiendo comer con
agrado. Barry, en cambio, con sus dedos largos y blancos empuñaba
los cubiertos y cortaba, y conducía, y mascaba el alimento con
un orden casi científico, metódico, a caballo entre la técnica
y el gesto popular. Pero era Dalila el espectáculo que agasajaba
a mis ojos, y eran de ver sus ademanes, francos, al recoger con los dedos
el Blinis Demidoff, los crêpes de caviar que su boca hacía
crema caseosa, ambrosía en la boca de la zorra, desparramada por
las comisuras de los labios y recogida sin tapujos por la lengua, un músculo
rígido y amoratado por efecto de las huevas de esturión.
Yo adoraba a Dalila.
La conversación era lo de menos, pues no entraba en el juego. Hablamos,
no obstante, y hablamos, como Panurgo, de los bienes e inconvenientes
del matrimonio. Marta resultó ser una puritana y Barry, entre risotadas
viriles, dijo aquello, entrecerrando los ojos, del mear caliente y el
beber helado. Yo callaba, y Dalila, para sí, repetía: vaya
par de gilipollas; fue breve el simposio. Finalmente, Marta, como era
previsible desde su llegada y ademanes, admitió su fracaso y pidió
que la retirásemosde la mesa. No servía para esto. Con cuidado,
colocamos su silla junto a las láminas, y desde allí nos
miraba, atareados en el festín, con ojos melancólicos.
Hermes, desde su ojo de buey, y acostumbrado a la tormenta, daba la espalda
a la ventana y arrojaba los prepucios de los higos a Marta, y chillaba,
y ésta sonreía, y sólo a escondidas torcía
el gesto. Fue una pena, porque la chica era bonita, y sabía callar,
y comportarse.
Entretanto, y entre ruidos de relámpagos, Dalila perdió
el pulso y cayó al suelo la tinaja del aceite. Le dije que tomara
el vino, y con tinto regó la ensalada y la comió, y empezaba
a ser todo alegría y alboroto.
Consumido el holocausto, Teo recogió los platos. Era tal el desastre
y la confusión de restos, que el joven abisinio manchó de
salsa el sudario con que envolvía el muñón de su
brazo izquierdo. No le reñí, pero tampoco nadie sintió
lástima, porque empezábamos a estar borrachos, y aunque
hacía mal efecto, yo quería mucho a mi copero, y me caía
simpático, aunque era muy delgado y parecía un ciprés.
Circulaba el oporto, y aunque llovía fuera y la atmósfera
parecía cripada, Ugo preparaba el nuevo servicio.
Fue la bacanal del cerdo en la mesa. La enumeración, imposible:
cerdo relleno y frito, embutido, broquetas de cerdo, carré de cerdo
-braseado-, orejas de cerdo, manos de cerdo, pulpetón -de cerdo-,
tostón, chuletas de puerco a la normada, chuletas de puerco con
queso, picante, con perejil, jamón con salsa de alcaparras, lomo
con leche, lomo a la naranja, lomo con pimientos, lomo a la paisana, con
puerros, a la piña, jamón York. Cerdo, cerdo, cerdo, y eran
de ver las salchichas -de puerco- con castañas, y la butifarra
-del puerco- al vino, al oporto, al jerez; y todo, absolutamente todo,
era puerco, como decenas eran los guarines, como docenas las urbres de
marrana -al gusto de Apicio-, los cochinos, coronados todos de longaniza,
como reyes, como el Monarca, un cerdo blanco que relleno de morcillas
y lechones de mazapán presidía, desde el centro, y con cetro
de torreznos, el gozoso funeral.
Comíamos,
sin tregua, y Teo trajo un pernil, el que me tenía reservado.
Aprovechó Barry -que cultivaba mi envidia con su ciencia, pericia
de gourmet y buscavidas, tragando, mascando, desgarrando, engullendo
con asepsia, recordando, no sin gracia, el mito de La Elefanta, gran
Tragaldabas del Perú- aprovechó, digo Barry, y cubriéndose
la risa con los dedos, arrojó sobre el ara un muñequito
de plástico. Por su risa estaba claro que la broma había
sido perfectamente planificada y que apuntaba sin remedio al pavoneo
cultural. Era el muñequito, que en principio pareció un
guerrero galáctico, y que aterrizó en postura poco decorosa
sobre el culo de un lechón, un esqueleto articulado bastante
viejo y teñido con betún. Barry dijo no sé cuantas
idioteces latinas, sacadas de los libros, y dijo que la vida es corta,
pero nosotros no le hacíamos caso y seguíamos a lo nuestro,
descuarizando carnes y empujándolas con vino. Tampoco hablamos
del amor, porque nos parecía un caldo insulso y arbitrario.
Miraba los platos y examinaba los gestos, y no podía menos que
sorprenderme, agitarme ane mi voracidad, desaliñada y compulsiva.
Sentía hinchado mi vientre, terriblemente abultado, y no alcanzaba
a comprender la celeridad de mis bocados -impropia de otros días-
y achacada finalmente a la inercia del vino, a los nervios, al odio
hacia Barry y a la lujuria de Dalila. Eran muchas las copas y yo me
sentía borracho, avioletado, y con cara de tortuga, y pensaba
que me había sorprendido lo duro de la competencia, la calidad
de los rivales. Bebíamos todos -menos Marta, y Hermes, que medía
la dimensión descomunal del aguacero- bebíamos todos,
en el arca, bajo el diluvio, y soltábamos carcajadas grotescas
y gritos de piratas, y éramos felices, aunque a veces parecíamos
tristes, y tal vez lo éramos.
Luego entró Teo a recoger los platos, que ya estorbaban, y como
no podía con todo, porque era manco, y abisinio, y parecía
un ciprés, escuchimizado, tísico, y gastaba servilleta
de lino en el muñón, como no podía, digo, le ayudó
Ugo, el cocinero, mi cocinero gordo como un puerco, de grandes brazos
y cabeza de melón.
Apartaban como podían el basurero de huesos y tripas, y, confundido
entre el muladar de restos -mientras Teo se vencía a la derecha
por el peso descomunal de dos pucheros- Ugo perdió el equilibrio
y cayó y rodó por el suelo el cráneo del Monarca,
mondo y amarillo. Esbozó un gesto de pánico y yo solté
una carcajada y le di a Teo mi fourchette. Sonrió el negrito
con su dentadura careada, como las liebres, y persiguió al gordo,
que escapaba como podía de los picotazos, alrededor de la mesa,
entre las risas, y con la nuca como un ababol. Acabó la broma
y cocinero y copero, uno sudoroso y jadeante, el otro como un ciprés,
salieron de la cámara.
Llovía, y aunque mi vientre era un barril, lo multiplicaban por
ciento los litros de allá fuera, perdidos, mientras Hermes reía
las gracias de mis ministros y Marta se frotaba los ojos y encogía
las piernas.
Desbordado por la voracidad del envite, o molesto por la broma, Ugo
preparó dos grandes calderos de legumbres, y fueron ellos los
siguientes platos. Allí flotaban, como corchos oscuros, los diferentes
alimentos, y era densa la masa, y eran los platos de dimensiones cósmicas,
y eran cósmicas las lentejas, y los garbanzos, y la alubia, como
cósmicas las habas o las judías marrones, que hacían
del caldo un ungüento requemado y parduzco.
Sin embargo todos comíamos, y todo cabía en la boca de
Dalila, agujero de infierno, y con todo podía Barry, un Barry
crecido y fanfarrón, seguro de su victoria.
Crecía mi debilidad, y yo me sentía víctima de
las prisas, y de la congestión, y comía a dos carrillos,
con los labios inflados, como belfos de un puerco, hudiendo el rostro
en el plato, y se hinchaba mi vientre como un tonel, y sujetaba a duras
penas mis erecciones, el tamaño descomunal y doloroso de mi verga.
Entraba el alimento, con el fango, y sorteaban los dientes piezas oscuras,
objetos extraños que no discriminaba el estómago, y todo
era vino, mucho vino, en auxilio del gaznate.
No quise desconfiar de Ugo, pero comía basura, y creí
mascar los restos de un naufragio, las miserias de un barco hundido
en alta mar.
Aquella noche los dioses quisieron premiar mis esfuerzos, mi pasión
de hombre, y sancionar la estulticia de Barry; por ello encontró
el cretino su veneno, y rescató del caldo, sin ser consciente,
y pera de su imbecilidd, la fruta de la alergia. Mordió Barry,
embriagado de egoísmo, las ciruelas de Ugo, que eran Gordas y
jugosas, y dulcificaban el caldo, y pronto supo que había perdido,
que era débil la carne y que al espíritu le puede siempre
la salud. Pronto tomó el sarpullido su cuello, y las lágrimas
sus ojos, y bultos monstruosos su pecho y espalda, tuvieron que venir
Ugo y Teo,que lo tomaron de las axilas y los tobillos y lo sacaron afuera,
donde la noche era de perros, y de Saturno, que ya se sabe, muchos son
los llamados, pero pocos los elegidos.
Quedamos en la cámara Dalila y yo, con una sonrisa, y vino, mucho
vino, tinto y blanco, y Marta y Hermes, y aunque yo me sentía
pesado y muy viejo, como el hilo de Lamed, y aunque llovía, y
llovía mucho, yo reía, y reía a carcajadas, aunque
a veces parecía triste, y todos parecíamos tristes en
el arca.
Seguía la noche y Ugo había sido desbordado en la cocina.
Hermes gritaba más de la cuenta, y agitaba su báculo,
pero Marta trataba de ignorarlo, como ignoraba la lluvia.
Mi pobre Teo nos trajo los platos, últimos víveres de
la despensa. En tarteras de corcho blanco se apelmazaba el arroz a la
cubana, con su tomate frito y sus huevos, y grandes bananas doradas,
y también salchichas, salchichas descomunales, de diferentes
formas y gustos. Dalila ignoraba los granos y llevaba a su boca bananas
y salchichas, a grandes bocados, y untaba el pan en los huevos, y lo
hacía todo con hambre, y con prisa, como si se le acabara el
tiempo.
Como yo la seguía, pronto limpiamos los platos, y no quedó
nada. En un momento dado se apagó la luz, a la caída de
un rayo, pero poco nos importó. Hermes moderó sus gritos,
y Marta, a mis espaldas, quedó en penumbra. Los candelabros hicieron
el resto, y prosiguió el festín.
No sé si fue la borrachera, o la decisión de seguir hasta
el final con mis planes, acaso la euforia tras la marcha de Barry, no
sé. El caso es que avisé a Teo y el negrito trajo el postre.
Se tiñeron mis carrillos -que estaban hinchados, y cubiertos
de arroz y tomate- y sudó mi cuerpo. Era el postre un plato priápico,
a la antigua usanza y en prodigio ornamental. Sobre una plataforma de
plata se levantaba el gran Priapo, un Priapo compacto y blanquecino
en cuyo regazo, amplio y profuso en detalles, crecía la fruta,
y crecía en forma de uva, y de avellana, y dátil y guinda,
y crecía también el chocolate, en copos, con pasas, en
bombón. Yo miraba a Dalila con el corazón en un puño,
sintiendo alegría y miedo, temor y vergüenza. Pero ella
me ignoraba, y actuaba con naturalidad, sin darle importancia al hecho,
y tomaba las uvas con indiferencia, y las mascaba, escupiendo las pepitas.
Comía, y comía dátiles y avellanas, y el pobre
Hermes, entre destellos, se volvía loco, y daba volteretas, y
se le quedaban los ojos en blanco. Marta no miraba. Se llevó
el mono la mano ahí, y ahí no encontró nada.
Comía Dalila, y no veían sus ojos mis ojos, hasta que
lo hicieron, y fue todo casual, o a lo mejor no tanto, y un gesto de
cortesía la condujo a hacerlo, como buen huésped y sin
esfuerzo, en señal de gracias, y fingía agrado, y mordía
una guinda, y la depositaba húmeda sobre la punta del vergajo,
a mitad comer y sobre el miembro, deslizando su dedo por el tronco,
y activando sin querer, o a sabiendas, la palanca escondida. Brotó
entonces miel de la cumbre, como quiso el mecanismo, y se precipitaba
ésta resbalando, y cubriéndolo todo, como una fuente,
y Dalila reía, sorprendida por la broma, y se cubrían
sus palmas de néctar, que me dejó lamer de sus manos,
como el perro, o los matrimonios checos recién casados, pero
sin cura.
Comimos los frutos barnizados y cuando no quedó nada Dalila se
abalanzó sobre el tronco, engulléndolo a dentelladas,
y dejándome sólo el regazo, las gónadas, las migajas.
Estábamos hambrientos y no quedaba nada en la cocina. Teo trajo
una canasta, la última, de pan duro. Convoqué a mis siervos,
que estaban desmayados, y les dejé sentarse, como a Marta. Mojé
los panes en el vino y, dándoles gracias, los partí y
se los di a todos diciendo: Comed, comed.
Era el fin de la noche y quedaba un agujero en mi estómago. También
en el de Dalila, que me miró a Hermes, amigo amado, y condujo
mi vista, y lo miramos juntos, dos a uno, pupila a pupila y sin párpados
en el corazón.
El pobre mono supo, desde el primer momento, la pasión que le
aguardaba, y lo supo por esa mirada frenética, que era gula,
y era anhelo, y deseo insatisfecho, por encima de la amistad. Buscaban
Ugo y Teo cucarachas en la cocina, algo con lo que salvarlo, pero era
gula, y era hambre extrema, y eso el mono lo sabía.
Por eso vio, supo ver, antes de cumplirse, con el diluvio de fondo y
Marta de testigo, por eso vio, supo ver, anticipándose al sacrificio,
previendo el holocausto, su propia pasión, como una liturgia,
el instante en que había de sujetado de pies y manos, y acariciado
en su barriga, a contrapelo, en que había de ser un alfiler -un
agujón puntiagudo y matarife- el que buscase su músculo,
convulso, y lo dejase frío, dispuesto para ser despellejado,
y escaldado, y frito entre lágrimas, consumido, Dalila por las
patas, y yo, con lágrimas en los ojos y renunciando a morder,
por el cráneo.
Todo esto pasó aquella noche, y todo esto recuerdo hoy -desde
mi despacho burgués- cuando Dalila ha muerto, como otros, mordida
por la enfermedad. Observo mi cuadro -mi cuadro único, y única
concesión conyugal- y recuerdo el pasado.
Mi cuadro es en realidad una lámina, una lámina vieja
de un óleo flamenco. En ella se ven dos cercopitecos, dos monas
melancólicas que atisban, encadenadas, el puerto de Amberes.
Todo esto -digo- recuerdo hoy, cuando observo mi cuadro, y Dalila ha
muerto, y mi esposa tiende la ropa, y yo me digo a mí mismo y
casi convencido -repitiendo sus palabras- lo bien que he elegido y lo
feliz que soy.
Rezad por Hermes, y por mí y mis carceleros, comensales del mundo,
y comed, comed mucho, por Dios
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