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Primer concurso nacional de relatos cortos sobre gastronomía y erotismo
Manos de hueso y leche/ Elisa Arnal Calvo/ Publicación

  • Ágape / José Antonio Escrig Aparicio / Primer Premio
  • Oremos Catalina Pueyo Banzo, Accésit
  • Kashba Pablo Palacín Pi, Accésit
  • La mirada ausente Miguel Ángel Ortiz Albero, Publicación


Manos de hueso y leche/ Elisa Arnal Calvo/ Publicación


TIEMPO:

Contrastando tu mano y la mía, como lágrimas en la lluvia, algo mágico. Manos de hueso, manos de cierzo, manos de distancia. La palabra más bella: tú. Soy la que encaja en otro lugar, en otra parte del mundo, de tu corazón, de tu pupila. Respiro tu aliento mientras tu pecho se aprieta contra el mío. Tu boca abierta rezuma deseo y tu sonrisa sigue siendo constante, impenetrable, sobrecogedora, lírica. La adoro y a la vez, me aterra. Como todo lo tuyo; cuando trepas por mi espalda, cuando cierras mis párpados a la luz, cuando me atas literalmente a ti… Una pérfida y lasciva cinta de seda, irónicamente más blanca que la espuma del mar. Me lacera las muñecas, el corazón, las ideas. Soy prisionera de mis propios devaneos con el dolor. Dame más.
Creo que puedo reconocerte, la manera en que lates en la vida, me hace pensar en aquella noche donde los corazones y los pensamientos se diluían en el elixir más puro y ansiado. Sí, leche.

INGREDIENTES:

Leche fría; desde pequeña me ha encantado; no he soñado en rosa, sino en leche. Para desayunar, para comer, para ver la televisión en la salita, para cenar, para beber a escondidas a las tantas de la madrugada, para estudiar, para leer… Mi madre se enfadaba muchísimo si dejaba rastros de mis andaduras con aquella bebida tan sabrosa en las comisuras de mis labios y me limpiaba las manchas de mi ropa enseguida; decía que tanta leche no podía ser buena, que no me haría ningún bien. Se equivocaba. Si hubiera sido por mí, los únicos postres de mi vida habrían sido los que están hechos con leche (torrijas, tarta de leche, leche frita, natillas, arroz con leche…); los muebles, mi cama, el perro, un primo mío que era guapísimo, la casa entera, me los habría bebido a todos; incluso no me habría importado llenar mi pequeña bañera dorada y sumergirme en ella, cual Afrodita en su concha, cual emperatriz Cleopatra. Era algo extraño, pero todo lo que probaba me sabía a ese líquido alimenticio tan sabroso. ¡Era estupendo!

MODO DE PREPARACIÓN:

Recuerdo las largas tardes en el porche, en aquel diván desvencijado y descolorido, contando nubes e intentando rescatar del tazón las magdalenas hundidas por mi torpe índice infantil; me relamía las mejillas buscando alguna gota de mi manjar favorito. Y mi madre seguía vituperándome persistentemente, sin motivo aparente, desde cualquier lugar en donde se encontrase. Recuerdo, que siempre me estaba chupando el dedo, que siempre relamía el plato, que siempre me encantaba que mi primo me arropase porque su beso de buenas noches sabía igual que aquellas magdalenas.

Recuerdo también, las tertulias en los cafés de la universidad, los vasos de leche antes de los exámenes, los terrones de azúcar y el olor a algo que llamaban comida, pero especialmente, recuerdo tu mano, bajo las mesas, rozando mi rótula tan delicadamente que parecía un trozo de hielo, y tu sonrisa, radiante, como siempre y constante. Constante, sí, sobre todo cuando entreabrí mis piernas y una ráfaga de calidez suprema se apoderó de mis caderas; avanzaste lentamente y en círculos concéntricos, cada vez más pequeños, a medida que se iban aproximando a mi oleaje interior. Percibí que el hielo que llevabas en la mano había desaparecido y supongo que lo derretí al contacto con las costuras de mi braguita color salmón. Los ojos se me cerraron solos de puro éxtasis. No quería que pararas. Tanto frío me hacía temblar de un ardor inusitado. Me quedé rígida, sólo podía aguardar a que tus manos y tus yemas siguiesen jugando con mi cuerpo y de pronto, todos los objetos que había encima de la mesa pasaron por mi trémulo vientre. Y tu sonrisa no se borraba nunca. Recuerdo unas palabras a sotovoce y luego, tu cuarto.

Recuerdo que continuamos conociendo cada rincón de nuestra materia caduca. Me empujaste hacia ti con tanta vehemencia que me cortó el aire; me faltaba la respiración. Pero me alimenté de la tuya, entrecortada, tras mi nuca. Eso me excitaba demasiado como para no dejarme llevar por los sentimientos que allí se confabulaban para que no saliese viva de entre tus brazos de invierno.

Me diste la vuelta. Tu miembro, duro y enorme, pareció una inclinación a que apretase mi espalda contra ti aún con más fuerza. Tímido pero seguro, me desabrochaste el botón de mi falda y me despojaste de todo cuanto era superfluo. Yo hice lo mismo contigo; seguías creciendo y creciendo en tu vía láctea personal. En plena inflamación, tomaste con todas tus palmas abiertas mi culo, apretado y erizado al sentirte. Recuerdo mi dulce hemorragia interior con el -primer quejido de tu cuerpo lloroso, entero y latente. Las yemas de tus dedos, las diez, acariciando y penetrando en lo más recóndito de mi blusa, bajando por el parvo escote, deteniéndose un instante en ese punto de antaño enlace maternal y repasándolo; deslizándose, tu mano completa ya, por mi cintura y mi coxis, sorteando mi ropa interior. Penetraste en mi selva negra. No supe si lo que latía tan abajo era tu piel o mi sangre: el corazón se me había caído hasta tus manos. Volviste a mi rostro y me besaste de lleno en la boca, mordiéndome apasionadamente. La explosión que ejerció sobre mis oídos escuchar mi nombre, susurrado por tus labios, fue mortal. Me derrumbé sobre tus brazos pero tú seguiste adentrándote en la ciudad perdida y prohibida de este continente desconocido que soy yo. Y no esperé nada más.


Por fin, me tendiste sobre las sábanas y me besaste el pecho como nadie nunca lo había hecho y me estremecí al notar tu cálida lengua en mis senos. Estábamos desnudos, ya no había ningún obstáculo que sortear. Regresaste a mi cuello -punto por el que siempre he tenido una especial predilección erótica-, y los lóbulos de mis orejas temblaron al rozarlos con tu epidermis. Te ensañaste con ellos: tu lengua, dilatada y húmeda, no cejó en su empeño de recorrer mi oreja de principio a fin, lenta, suavemente, placenteramente. La deslizaste por todo mi cuello y llegaste hasta mi ombligo, te saciaste en su oasis. Tus brazos, mientras, enloquecían en mi pecho y mis pezones de leche. Bajaste por mis piernas hasta mis pies, helados y amoratados, y los metiste dentro de tu boca para regalarme más frío todavía; tus dientes me hicieron cosquillas hasta que se te escapó un lascivo mordisco. Te pusiste de rodillas frente a mí, te agachaste y atrapaste entre tus manos mis tarsos, metatarsos y dedos. Los chupaste, como si eso te diera de mamar. Estabas ávido de saborear más y más partes de mi cuerpo. Recuerdo que, en un arrebato de locura terminal, te agarré por el cuello y te obligué a echarte bocarriba, justo como yo había estado. Abriste los brazos, esperándome impaciente como si fuera el mejor regalo que te habían hecho. Me coloqué sobre tus rodillas. Las piernas abiertas y los brazos apoyados en tus hombros. No podías moverte y eso era lo que quería. Me solté el pelo y besé tu frente, tus párpados, tu nariz, tus labios, superior e inferior, tu mentón, tu nuez, tu cuello palpitante… Te estremeciste bajo mi talle. Agaché la cabeza y mi pelo lacio surgió en toda su longitud. Cayó sobre tu cara, tus ojos cerrados y tomaste aire profundamente. Bajé por tu cuello, tu tórax, tu ombligo, tus caderas. Te arranqué ea contracción previa al orgasmo nada más rozar las puntas de mi cabello tu pene erecto, mucho más grande de lo que me imaginaba. Lo besé repetidas veces. Sabía a leche, como todo tu cuerpo. Seguí hasta tus tobillos pero tú, delirante ya, me lo impediste. Te revolviste en un ágil movimiento atlético y me ataste a la cabecera de tu cama con una cinta que rebuscaste bajo la almohada. “Tranquila…”, susurraste. Sonreí. Me incorporé un poco hasta tu oído y te grité con un silencio sepulcral: “¡Hazme el amor! Hazme el amor… Dulcemente…”. No recuerdo si mi escuchaste, pero sí que tensaste más los nudos hasta estrangular mis muñecas; bombeaban deseo, rezumaban sexo. Cerré los ojos con placer; tú esperabas encima, me mirabas fijamente, de la misma manera en que solías dejarme perpleja. Acariciaste mi cuerpo por última vez, volviste laxa tu cabeza y la reclinaste contra la mía. Y de pronto, ya estabas dentro. Sí, dentro. Respirabas cada vez más aprisa y me hacías agitarme cada vez más desacompasadamente por tus frenéticos estremecimientos internos. Nuestras fibras se estremecían hasta la médula, era una sensación de las que no se pueden explicar con palabras, como todo lo que es eterno. Te arañé la piel sin darme cuenta o quizás mi subconsciente anhelaba hacerlo. Tus brazos aprisionaron mi cintura y me incitaron a abrir más los muslos, en un intento de acoplarme más a ti. Pero era imposible: estábamos sellados y encajados perfectamente; alcanzando el ritmo requerido en aquella carrera a contrarreloj. El ruido era ensordecedor; la cama golpeaba frenética la pared y el colchón crujía preso de la envidia. Me agarré a tu cuello sudoroso mientras intentaba cerrar la boca babeante de amor sin éxito. Grité, no pude contenerme, tal era mi carnalidad descontrolada. Afuera había clases, alumnos, discusiones, atascos, precios, olor a humanidad, cuadernos, bolis, calor de verano.. Demasiado. Pero dentro estabas tú. Tú y tu gélido aliento, tu leche inundando todo mi cuerpo: mi sangre, mi útero, mis manos, mi lengua, como en los mejores tiempos. Leche, oh, mi líquido amniótico.

CALORÍAS:

Me desataste. Estábamos empapados de sudor, de saliva, de leche, de mi lubricante mucosidad, fluido cósmico con el que se fecundan estrellas y aquella tarde había parido, por lo menos, la osa mayor que habitaba en tus ojos de gato. Paramos a respirar un poco de aquel aire preñado de dióxido de carbono, mas no podías abrir la ventana porque adentro todavía estábamos bajo cero. Tú eras hielo y leche. Creo que eso era lo que más me gustaba de ti: tu sabor, sorprendentemente frígido y grasiento a la vez. Te saboreé una vez más y otra y otra. Te adoraba.
Los rayos de luz te daban de lleno en el blanco de tus ojos y parecías más bello si cabe. Me abrazaste un segundo y caíste rendido a mi lado. Nos relajamos. Me confesaste que siempre habías pensado en mí y no pude por más imaginarte tumbado en aquella misma cama, solitario, luchando contra tu propio yo, en un combate que sólo podía tener un único fin: un disparo y un gemido desesperado. Yo también me entregué a los ardides de Onán aquella noche, en la oscuridad de mi habitación. Pero ni mis manos ni mis dedo pudieron proporcionarme el placer que emanaba de ti; repasaban, torpes y a trompicones, los senderos que tú habías trazado. De tanto cerrar los ojos, creí que eras tú el que me acariciaba, con esa mirada enigmática que me ruborizaba. Rauda, corrí a la nevera: el cuerpo me ardía por dentroy la leche apagó mi sed.

DIFICULTAD:

Por eso, cuando regresé dos días después a tu cuarto, lo primero que hice fue desnudarme y saborear un último cartón de leche regando mi piel tiritante. Lucías la misma sonrisa, fija en algún punto de la pared. Quería volver a sentirte, quería que volvieses a sentirme y no me dejaras escapar nunca, porque me habías encontrado al fin. Por eso, cuando te tuve frente a frente, te tomé de la mano y la llevé hasta mis labios; aún retenían aquel dulce sabor. Jugueteé con tu índice y fui bajando hasta llegar a mi vientre insurgente. Temblé: estabas helado. Besé tus labios dormidos y me recordaron a los grandes sorbos en mi viejo porche, lejano ya. Me abracé a ti en una estúpida intentona de tenerte más cerca, pero no me correspondiste. Te susurré, te hablé, te desnudé, te acaricié, te grité, te zarandeé y te golpeé con mis dos puños cerrados hasta que ya no pude más.Por eso, no lloré cuando te descubrí, inerte, más frívolo que nunca, tendido en tu lecho de muerte. Estabas precioso, pero reaccioné: algo o alguien insensible te había arrancado trágicamente de mi vida, a escondidas, como un furtivo. Lo maldije. De pronto, abrí los ojos al dolor de la verdad: fui yo. Yo había exprimido todo tu ser y no me habías dejado en herencia ni siquiera una gota. ¡Egoísta!

SUGERENCIAS:

Contrasando tu mano en la mía; manos de hueso y leche, manos muertas, vacías y ateridas… Sí, la palabra más bella sigue siendo: tú, mi amor.



Quiero agradecer al Departamento de Actividades Culturales de la Universidad de Zaragoza y muy especialmente a Francisco Ruiz la ayuda, el buen trato y todas las facilidades dadas para que estos relatos estén presentes en las páginas de la Guía.
También quiero felicitar a mi buen amigo Alberto Mur del Restaurante La Mandrágora (C/ La Paz 21 Tef. 976 210434 Zaragoza), por haber tenido la buena idea de cocinar este concurso sobre gastronomía y erotismo.

Asi mismo animar a los organizadores y colaboradores para que como decimos aquí, "no se quede en agua de borrajas" y podamos ver futuras ediciones de tan interesante y exitosa iniciativa.

Organizan Colaboran
Actividades Culturales Universidad de Zaragoza Universidad de Zaragoza Restaurante La Mandrágora   D.O. Cariñena Revista Cultural La Mosca

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