Primer
concurso nacional de relatos cortos sobre gastronomía y erotismo Oremos / Catalina Pueyo Banzo/ Accésit |
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Oremos
/ Catalina Pueyo Banzo/ Accésit
Mientras
me visto, con la necesaria mecánica del mentado evento, comienza
mi atención a buscar otros derroteros. El desayuno. Plañe
en mí la lúgubre esperanza de que sea una regocijada forma
de aliento y no el vacío que me espera. El confesionario huele
a solitario y son muchas las horas de triste desaliento las que condenan
mi hambrienta usura. Quisiera probar un plato exquisito cuyos ingredientes
lo resumieran todo, poseer durante breves instantes la bola insigne
del mundo entre mis papilas gustativas, alcanzar el éxtasis en
mi boca. Sí, en mi lamentable estado actual, el paladar manda
en mí, en última instancia, en mi único contacto
con el entorno, he pospuesto a su regalía el resto de mis facultades
perceptivas. Ya no miro el paisaje, ni escucho la melodía del
ambiente ni olfateo la multitud de olores presentes en cada uno de nuestros
caminos, tampoco presto una atención singular al tacto. Yo ni
siento ni padezco. En realidad, hago exactamente lo mismo de que el
resto no han sabido nunca de su insula y mediocre existencia porque
nunca se han abandonado a la esencia pura del placer, han creído
tenerlo todo sin saborear una única cosa al completo. Yo lo he
conseguido. He saboreado al límite, me he dejado llevar, insanamente,
por un sentido y he disgrutado con ello, he pecado porque he palidecido
ante una experiencia mística, en la que nunca estuvo inmerso
dios, al menos no el dios que a todos nos enseñaron. Mi dios
es el gusto y gusto de ello. He cometido sacrilegio. Debo expiar mi
culpa. Misteriosamente, este fue el punto de partida. La palabra mágica. Todo alrededor de mí se nubló. Aquello distanciado más de un metro de la mesa ya ni siguiera era, dejó su habitual estado del ser. Tuve olfato, eso sí que lo recuerdo. Pero su calidad estaba a merced total del gusto. Fue el anticipo sensorial del posterior banquete. Los cubiertos olvidaron su condición de utensilios, se convirtieron en la natural extensión de mis manos. No sé por qué ocurrió, no era una cena especial, ni un momento memorable, quizá esa fuera la razón precisa, la inconsistencia de lo cotidiano. El padre Ángel, el cocinero, tenía cierta predilección por servirme en primer lugar, yo era su más selecto juez. En ocasiones, no tenía inconveniente de que yo le proporcionara la información imprescindible para garantizar el sabor perfecto de sus guisos, si andaban faltos de sal o sobraba pimienta, aunque jamás de los jamases he sido capaz de elaborar un plato. Creo en una aversión irracional a los fogones, queman y el fuego todos sabemos que es sinónimo de diablo. Acercó
el puchero con sigilosa humildad, sirvió la sopa en mi plato,
que insisto, ya no era plato sino la prolongación de mi boca.
El cazo derramaba su contenido con lóbrega parsimonia, lentamente,
una finísima lluvia se dilataba entre los magnificos bordes de
mi cuenco. Era una sopa de color macilento, amarilleaba, blanquecía,
cálida ,moteada de suavísimas pepitas de maicena. Decidí
pensar en el espaciado tiempo que la olla tuvo que soportar en contacto
con el leve calor de la leña, en un proceso de aceleración
constante. Una progresiva ascensión calórica con un fin
último: la ebullición. Y el producto, el usufructo de
esa metamorfosis se hallaba ante mí, no se presentaba como algo
sencillo ni alcanzable, era un conjunto de causas. Averigüé,
en ese preciso instante, la complejidad de la sencillez y comencé
a sorber el licuado espesor que contenía mi cuchara. Todos me
miraron,esperaban, como en cada comida, mi veredicto. Dicen que la experiencia
mística se vive en absoluta soledad, es mentira, yo tuve testigos.
Y ,asumámoslo, participantes. Aquel minúsculo sorbo bajó
por mi garganta. Ni decir es preciso que mi lengua, mi paladar, cada
una de las terminaciones nerviosas de mi cavidad bucal lo ansiaban.
Era merced de un deseo indescriptible, yo era un receptáculo
humedecido hasta el extremo por las glándulas salivares, a punto
de nieve. -Mmmmm.
Relamí la cuchara con desesperación y repasé los restos perdidos en mis labios con la lengua, músculo infatigable. Todos observaban, todos lo vieron y percibieron mi convulsión, el hábito esconde pero no engaña. Nadie musitó una solemne palabra; ávidos de poseer mis sensaciones, mis compañeros de mesa, se entregaron sin tregua ni demora el deleitoso elixir, ni siquiera hubo una sombra de duda en sus religiosos ceños. Actuaron impulsados por una música celestial que los envolvía, una música extrañanamente humana, sin embargo, la urgente necesidad que caracteriza a una pasión, la necesidad del deseo. |
El eco del comedor recogió, en un principio, arrítmicos acordes de melodías dispares. El tintineo de los cubiertos al chocar con el plato, los roces de los cuerpos con la mesa, los pequeños e imperceptibles crujidos de las sillas, las respiraciones, pero en ningún caso se pronunció un solo sonido articulado, la conversación se anuló. Después, aquella sintonía cobró una forma definida (tras las primeras cucharadas de ansiedad, claro) Dispusimos,todos los presentes, movimientos paralelos. Se recogía la sopa al mismo tempo, un muy piano tres por cuatro que unificaba el ruido del cubierto al tocar el plato y su recorrido de vuelta hasta los labios, para comenzar de nuevo el ovalado circuito. Todos al unísono, como una hermandad grata. Labios, plato, cuchara, labios, plato, cuchara. El ritmo incrementó, uniforme , su velocidad. Poco a poco nuestras gargantas succionaban más intensamente; los sonidos elevaron su timbre, tono, volumen; las cucharan amenazaban con derretirse en nuestras manos, todo se convertía en un impedimento y una facilidad para saciar nuestra hambruna; el hambre, el calor, ya no comíamos sino devorábamos, más rápido, por favor, más rápida, la sopa no tenía término como el segundo feliz de aquello que nunca quiérese concluir, ese maléfico segundo y -¡Basta! Un repentino silencio. Atónitos dejamos nuestra frenética actividad. Mis sentidos se readaptaron a sus funciones naturales, la conciencia venció a la perdición del abandono anterior. Miré a mis hermanos, todos evitaban encontrar directa la mirada de otro, un estupor general se adueñó de la sala. Sonrojamos, como si hubiéramos cometido una falta, un pecado.Cabizbajos escuchamos las palabras del padre superior, quien desde la cabecera de la mesa había interrumpido nuestra entrega incondicional al placer, de la cena. Sentenció: Y oramos. Nunca ninguno
de los hermanos osará rememorar ese milagro en público,
pero cada cual, en discreto rezo, intentará calmar la ansiedad
que aquella vivencia depositó en nosotros, en cada recoveco de
nuestro cuerpo. En lo que a mí concierne, quiero, sinceramente,
expiar culpas, pero no tengo remisión, mi naturaleza vence a
mi voluntad, aunque fraile, yo soy un hombre de grandes apetitos. |
Quiero agradecer al Departamento de Actividades
Culturales de la Universidad de Zaragoza y muy especialmente a Francisco
Ruiz la ayuda, el buen trato y todas las facilidades dadas para que
estos relatos estén presentes en las páginas de la Guía. |
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