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Primer concurso nacional de relatos cortos sobre gastronomía y erotismo
Oremos / Catalina Pueyo Banzo/ Accésit



Oremos / Catalina Pueyo Banzo/ Accésit


Perdóname señor porque he pecado. Soy víctima de un exacerbado apetito que me consume. Abrasa buena parte de mis entrañas y, si no son todas y en todas sus partes, es debido a un cruel mandatario divino que las protege para no dejarme escapar de mi virtud, es decir, mantiene intacta mi conciencia para que obre en mí el remordimiento. Mi despertar a maitines, aléjase mucho de la proclama evangélica, me destroza el alma. La pereza de mi pensamiento cobra repentina forma y se doblega en pos de mi única debilidad y actividad, por otro lado: la comida. La memoria se enciende al punto, sobretodo, en estos días de ayuno. Reaparece, por ejemplo, la cena de semana de atrás: el sabor de una salsa trabada de almendras, pendiente aún el último bocado de carne y tiritando ante el labio, como el beso que todavía no se ha concedido. El pan. La mezcla perfecta de los tres ingredientes. La resolución magnética del vino, el punto final. La solución abierta de una grata conversación con distintos comensales, mis hermanos y arbitrio de placer. Todo en compensada armonía se exhibe en el primer encuentro con la mañana, mi primera reflexión de cada día.

Mientras me visto, con la necesaria mecánica del mentado evento, comienza mi atención a buscar otros derroteros. El desayuno. Plañe en mí la lúgubre esperanza de que sea una regocijada forma de aliento y no el vacío que me espera. El confesionario huele a solitario y son muchas las horas de triste desaliento las que condenan mi hambrienta usura. Quisiera probar un plato exquisito cuyos ingredientes lo resumieran todo, poseer durante breves instantes la bola insigne del mundo entre mis papilas gustativas, alcanzar el éxtasis en mi boca. Sí, en mi lamentable estado actual, el paladar manda en mí, en última instancia, en mi único contacto con el entorno, he pospuesto a su regalía el resto de mis facultades perceptivas. Ya no miro el paisaje, ni escucho la melodía del ambiente ni olfateo la multitud de olores presentes en cada uno de nuestros caminos, tampoco presto una atención singular al tacto. Yo ni siento ni padezco. En realidad, hago exactamente lo mismo de que el resto no han sabido nunca de su insula y mediocre existencia porque nunca se han abandonado a la esencia pura del placer, han creído tenerlo todo sin saborear una única cosa al completo. Yo lo he conseguido. He saboreado al límite, me he dejado llevar, insanamente, por un sentido y he disgrutado con ello, he pecado porque he palidecido ante una experiencia mística, en la que nunca estuvo inmerso dios, al menos no el dios que a todos nos enseñaron. Mi dios es el gusto y gusto de ello. He cometido sacrilegio. Debo expiar mi culpa.
El padre Amador dispuso su eventual rezo: “Damos gracias señor por los alimentos que vamos a tomar....”
Una única voz masculina en doce bocas: “Amén”

Misteriosamente, este fue el punto de partida. La palabra mágica. Todo alrededor de mí se nubló. Aquello distanciado más de un metro de la mesa ya ni siguiera era, dejó su habitual estado del ser. Tuve olfato, eso sí que lo recuerdo. Pero su calidad estaba a merced total del gusto. Fue el anticipo sensorial del posterior banquete. Los cubiertos olvidaron su condición de utensilios, se convirtieron en la natural extensión de mis manos. No sé por qué ocurrió, no era una cena especial, ni un momento memorable, quizá esa fuera la razón precisa, la inconsistencia de lo cotidiano.

El padre Ángel, el cocinero, tenía cierta predilección por servirme en primer lugar, yo era su más selecto juez. En ocasiones, no tenía inconveniente de que yo le proporcionara la información imprescindible para garantizar el sabor perfecto de sus guisos, si andaban faltos de sal o sobraba pimienta, aunque jamás de los jamases he sido capaz de elaborar un plato. Creo en una aversión irracional a los fogones, queman y el fuego todos sabemos que es sinónimo de diablo.

Acercó el puchero con sigilosa humildad, sirvió la sopa en mi plato, que insisto, ya no era plato sino la prolongación de mi boca. El cazo derramaba su contenido con lóbrega parsimonia, lentamente, una finísima lluvia se dilataba entre los magnificos bordes de mi cuenco. Era una sopa de color macilento, amarilleaba, blanquecía, cálida ,moteada de suavísimas pepitas de maicena. Decidí pensar en el espaciado tiempo que la olla tuvo que soportar en contacto con el leve calor de la leña, en un proceso de aceleración constante. Una progresiva ascensión calórica con un fin último: la ebullición. Y el producto, el usufructo de esa metamorfosis se hallaba ante mí, no se presentaba como algo sencillo ni alcanzable, era un conjunto de causas. Averigüé, en ese preciso instante, la complejidad de la sencillez y comencé a sorber el licuado espesor que contenía mi cuchara. Todos me miraron,esperaban, como en cada comida, mi veredicto. Dicen que la experiencia mística se vive en absoluta soledad, es mentira, yo tuve testigos. Y ,asumámoslo, participantes. Aquel minúsculo sorbo bajó por mi garganta. Ni decir es preciso que mi lengua, mi paladar, cada una de las terminaciones nerviosas de mi cavidad bucal lo ansiaban. Era merced de un deseo indescriptible, yo era un receptáculo humedecido hasta el extremo por las glándulas salivares, a punto de nieve.
Llovió en mi boca, succioné un torrente de sabores muy por encima de los condimentos utilizados en el brebaje, lo dejé reposar dentro de ella para que su cálida esencia ungiera dientes, lengua, papilas...Me olvidé del resto de mis sentidos y satisfice el gusto; gusté.

-Mmmmm.

Relamí la cuchara con desesperación y repasé los restos perdidos en mis labios con la lengua, músculo infatigable. Todos observaban, todos lo vieron y percibieron mi convulsión, el hábito esconde pero no engaña. Nadie musitó una solemne palabra; ávidos de poseer mis sensaciones, mis compañeros de mesa, se entregaron sin tregua ni demora el deleitoso elixir, ni siquiera hubo una sombra de duda en sus religiosos ceños. Actuaron impulsados por una música celestial que los envolvía, una música extrañanamente humana, sin embargo, la urgente necesidad que caracteriza a una pasión, la necesidad del deseo.


El eco del comedor recogió, en un principio, arrítmicos acordes de melodías dispares. El tintineo de los cubiertos al chocar con el plato, los roces de los cuerpos con la mesa, los pequeños e imperceptibles crujidos de las sillas, las respiraciones, pero en ningún caso se pronunció un solo sonido articulado, la conversación se anuló.

Después, aquella sintonía cobró una forma definida (tras las primeras cucharadas de ansiedad, claro) Dispusimos,todos los presentes, movimientos paralelos. Se recogía la sopa al mismo tempo, un muy piano tres por cuatro que unificaba el ruido del cubierto al tocar el plato y su recorrido de vuelta hasta los labios, para comenzar de nuevo el ovalado circuito. Todos al unísono, como una hermandad grata. Labios, plato, cuchara, labios, plato, cuchara. El ritmo incrementó, uniforme , su velocidad. Poco a poco nuestras gargantas succionaban más intensamente; los sonidos elevaron su timbre, tono, volumen; las cucharan amenazaban con derretirse en nuestras manos, todo se convertía en un impedimento y una facilidad para saciar nuestra hambruna; el hambre, el calor, ya no comíamos sino devorábamos, más rápido, por favor, más rápida, la sopa no tenía término como el segundo feliz de aquello que nunca quiérese concluir, ese maléfico segundo y

-¡Basta!

Un repentino silencio. Atónitos dejamos nuestra frenética actividad. Mis sentidos se readaptaron a sus funciones naturales, la conciencia venció a la perdición del abandono anterior. Miré a mis hermanos, todos evitaban encontrar directa la mirada de otro, un estupor general se adueñó de la sala. Sonrojamos, como si hubiéramos cometido una falta, un pecado.Cabizbajos escuchamos las palabras del padre superior, quien desde la cabecera de la mesa había interrumpido nuestra entrega incondicional al placer, de la cena.

Sentenció:
-El resto de la semana mantendremos un escrupuloso ayuno. Padre Nicanor, retire los platos y no sirva ni la carne ni los postres, beneficiaremos de estos dondes a aquellos que lo necesitan más que nosotros. Oremos.

Y oramos.

Nunca ninguno de los hermanos osará rememorar ese milagro en público, pero cada cual, en discreto rezo, intentará calmar la ansiedad que aquella vivencia depositó en nosotros, en cada recoveco de nuestro cuerpo. En lo que a mí concierne, quiero, sinceramente, expiar culpas, pero no tengo remisión, mi naturaleza vence a mi voluntad, aunque fraile, yo soy un hombre de grandes apetitos.



Quiero agradecer al Departamento de Actividades Culturales de la Universidad de Zaragoza y muy especialmente a Francisco Ruiz la ayuda, el buen trato y todas las facilidades dadas para que estos relatos estén presentes en las páginas de la Guía.
También quiero felicitar a mi buen amigo Alberto Mur del Restaurante La Mandrágora (C/ La Paz 21 Tef. 976 210434 Zaragoza), por haber tenido la buena idea de cocinar este concurso sobre gastronomía y erotismo.

Asi mismo animar a los organizadores y colaboradores para que como decimos aquí, "no se quede en agua de borrajas" y podamos ver futuras ediciones de tan interesante y exitosa iniciativa.

Organizan Colaboran
Actividades Culturales Universidad de Zaragoza Universidad de Zaragoza Restaurante La Mandrágora   D.O. Cariñena Revista Cultural La Mosca

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